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Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer N° 104 – 01 de abril de 2011

Acompañar a Jesús

Quisiera invitarlos, al comienzo de esta Semana Santa, a acompañar a Jesús, a solidarizarse con Él, a actualizar su pasión. Porque no basta con escribir, recordar y admirar estos grandes sucesos en torno a Jesús.

Pero, ¿cómo podemos acompañarlo en su pasión y muerte? Podemos hacerlo, sobre todo, si por amor a Él aceptamos valientemente nuestra propia cruz, nuestros dolores y sufrimientos personales, en todas sus formas y apariencias.
Y si no sólo aceptamos todas las adversidades de nuestra vida, sino también se las ofrecemos alegremente al Señor.

Es que Pascua se hace posible sólo por medio de la pasión. Es que llegamos a la resurrección sólo por medio de la cruz, como Jesús y con Él. Aceptar y ofrecer nuestra cruz debe ser nuestro pequeño aporte personal a la redención del mundo, la que realizó Jesús por su pasión y muerte.

En la Misa, al presentar a Dios las ofrendas de pan y vino, les invito a poner sobre la patena también su propio sufrimiento, su cruz personal, para que Dios los acepte, junto con el sufrimiento y la cruz de su Hijo Jesucristo.

Es hacer vida aquella aclamación que, después de la consagración de la misa, todos juntos decimos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, esperamos tu venida gloriosa”.

¿Qué significa eso? No es sólo el recuerdo y la participación interior en su muerte. Es también comprometernos a anunciar su muerte en nuestra vida diaria. Es esforzarnos diariamente por morir al pecado y al egoísmo. ¿Qué es lo que debe morir en mí? ¿Qué cosas me hacen tan difícil la entrega de mi corazón, la entrega de mi voluntad?

En la misa subo con Cristo a la cruz y me dejo clavar en ella. Pero entonces debo quedarme clavado en la cruz, durante el día y la semana, hasta la próxima misa. Debo anunciar la muerte del Señor durante el día.

Debo demostrar durante el día que he entregado totalmente mi voluntad a la voluntad del Padre. Debo demostrarlo a través de los pequeños sacrificios y renuncias diarias que Dios y los demás me piden. Si no estoy dispuesto a ello, bajo de la cruz, le dejo a Cristo solo con su cruz, renuncio a anunciar la muerte del Señor.

Y el sentido de todo nuestro esfuerzo, de nuestra lucha diaria es siempre el mismo: Como en la consagración de la misa pan y vino se convierten en cuerpo y sangre del Señor, así también nosotros vamos transformándonos en Cristo. El misterio de la cruz en nuestra vida es el misterio de una santa transformación, una cristificación y divinización. Y en la medida en que vamos asemejándonos a Cristo, vemos con otros ojos el sufrimiento, todas las dificultades diarias, todas las molestias y preocupaciones, todas las pequeñas batallas diarias. En lo más profundo del alma, esto deja de hacernos desdichados.

El corazón está en Dios, aunque los ojos estén llenos de lágrimas. Permanece en paz, sereno, feliz. ¡Cómo anhelamos esta transformación! Con el tiempo será una realidad: El alma será divinizada. Ya no viviremos nosotros, sino Cristo vivirá en nosotros.

Entonces, en unión con el sacrificio de Él, también nuestros dones van a ser transformados y van a dar frutos infinitamente fecundos.

Así nuestra entrada a la Jerusalén celestial, el final de nuestra vida, va a ser tan jubilosa y feliz como la entrada del Señor que recordamos en el domingo de Ramos.

Preguntas para la reflexión

1. ¿Me lamento de mis cruces?
2. ¿Soy de los que digo o pienso: Señor, por qué a mí?
3. ¿Ofrezco mis cruces durante la Misa?


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