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Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer Nº 105 – 15 de abril de 2011

María al pie de la cruz

Es allí cuando María será verdaderamente importante. Entonces descenderá sobre ella una palabra dedicada a su más íntimo corazón de madre, que se verá misteriosamente ensanchado.

Si Cristo ha elegido la vocación de sufrir y morir por la salvación del mundo, es claro que cuantos, a lo largo de los siglos, le estarán unidos por amor, tendrán que aceptar, cada uno en su rango y función, esa misma vocación de morir y sufrir por esa salvación. Y, si un miembro de Cristo, huye de esa función, falta algo, no sólo a ese miembro, sino, como explicaría san Pablo, a la misma pasión de Cristo. Porque su pasión pide ser prolongada en la compasión corredentora de todos los miembros de Cristo. Este es el misterioso sentido de la frase de san Pablo a los colosenses: “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, para el bien de su cuerpo que es la Iglesia” (1, 24).

Aquel pequeño grupo al pie de la cruz, aquella Iglesia naciente, estaba, pues, ahí por algo más que por simples razones sentimentales. Estaba unida a Jesús, pero no sólo a sus dolores, sino también a su misión.

Y, en esta Iglesia, tiene María un puesto único. Hasta entonces ese puesto y esa misión habían permanecido como en la penumbra. Ahora en la cruz se aclararán para la eternidad.
Esta es la hora, este el momento en que María ocupa su papel con pleno derecho en la obra redentora de Jesús. Y entra en la misión de su hijo con el mismo oficio que tuviera en su origen: el de madre.

Es evidente que, en la cruz, Jesús hizo mucho más que preocuparse por el futuro material de su madre, dejando en manos de Juan su cuidado. La importancia del momento, el juego de las frases bastarían para descubrirnos que estamos ante una realidad más honda.

Si se tratara de una encomienda solamente material sería lógico el “he ahí a tu hijo”.

María se quedaba sin hijo, se le daba uno nuevo. Pero ¿por qué el “he ahí a tu madre”? Juan no sólo tenía madre, sino que estaba allí presente. ¿Para qué darle una nueva?

Es claro que se trataba de una maternidad distinta. Y también que Juan no es allí solamente el hijo del Zebedeo, sino algo más. Ya desde la antigüedad, los cristianos han visto en Juan a toda la humanidad representada y, más en concreto, a la Iglesia naciente. Es a esta Iglesia y a esta humanidad a quienes se les da una madre espiritual. Es esta Virgen, envejecida por los años y los dolores, la que, repentinamente, vuelve a sentir su seno lleno de fecundidad.

Ese es el gran legado que Cristo concede desde la cruz a la humanidad. Esa es la gran tarea que, a la hora de la gran verdad, se encomienda a María. Es como una segunda anunciación. Hace treinta años - ella lo recuerda bien - un ángel la invitó a ser la madre de Dios. Ahora, no ya un ángel, sino su propio hijo, le anuncia una tarea más empinada si cabe: recibir como hijos de su alma a quienes son los asesinos de su primogénito.

Y ella acepta. Aceptó, hace ya treinta años, cuando dijo aquel “fiat”, que era una total entrega en las manos de la voluntad de Dios. De ahí que el olor a sangre del Calvario comience extrañamente a tener un sabor de recién nacido. De ahí que sea difícil saber si ahora es más lo que muere o lo que nace. De ahí que no sepamos si estamos asistiendo a una agonía o a un parto. ¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática tarde...!
Preguntas para la reflexión

1. A María, ¿la siento como mi madre?
2. ¿Cómo me imagino a María al pie de la cruz?
3. ¿Qué me dice la frase "he ahí a tu hijo"?

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