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Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer N° 77 – 15 de febrero de 2010

La oración de Jesús

Circunstancias. La oración de Jesús - igual que la nuestra - no era algo automático, que Él ponía en marcha cuando quería. Tenía que escoger bien el lugar: el desierto, la soledad de un monte. Tenía que elegir también el momento, las circunstancias que inspiraban y favorecían la oración.

En su existencia tan llena de ocupaciones - como lo es la nuestra - ¬le resultaba muchas veces difícil encontrar el tiempo necesario. Entonces tenía que levantarse muy de madrugada, o se retiraba al atardecer, o velaba durante la noche.
E incluso a veces, cuando le estorbaba la presencia de sus discípulos, los mandaba subir a la barca y los enviaba a la otra orilla del lago.

Frecuentemente, Jesús oraba a solas. Su relación excepcional con el Padre explica este modo singular de orar, en el que ni siquiera los más íntimos discípulos tienen acceso.

¿Por qué ora? Ahora, ¿cuál era esa oración que Jesús se empeñaba tanto en proteger? ¿Qué tenía que pedir Él, el hijo de Dios, qué gracia o qué ayuda?

¡Qué no se nos ocurra pensar que Jesús oraba para darnos buen ejemplo! Un teólogo moderno dice acertadamente: “Si la oración de Cristo tiene algún sentido para nosotros, si es un ejemplo, entonces es porque ante todo tiene un sentido para Él mismo.”

Lo mismo que todos nosotros, Jesús no tuvo siempre la misma claridad de conciencia, ni la misma concentración de atención. Él fue vulnerable a las impresiones y sensible a las influencias. Tuvo necesidad de recogerse para pensar mejor lo que pensaba y para saber mejor lo que sabía.

Encuentro con el Padre. Se apartaba frecuentemente de la gente, cansado de su incredulidad: “raza incrédula y perversa, ¿hasta cuándo os soportaré?” O estaba apenado por la dureza de su corazón, impaciente por su obstinación y su lentitud para comprender: “¿Tenéis la mente cerrada?”, les pregunta en una oportunidad.

Entonces necesitaba calmarse, consultar en su interior con el Padre, para encontrar el sentido verdadero de su misión, su indulgencia para con los hombres, su fe en su fuerza de redención. Y luego volvía a los suyos renovado y sereno.

La voluntad del Padre. Jesús conoció la tentación que le llegaba en el sufrimiento, en la soledad, en el miedo. Necesitaba expresar lo que le subía espontáneamente a los labios: “¡Padre, líbrame de esta hora! ¡Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz!”

Gracias a la oración, Cristo iba ahondando, encontrando su verdadera naturaleza. Se acordaba de dónde venía y adónde iba. Volvía a sentirse HIJO y una vez unido así con su Padre, ya no tenía más que una sola oración: “¡Padre, que se haga tu voluntad!”. Era su mejor oración, la culminación de todas sus oraciones.

¿Y nosotros? Si queremos saber el estado de nuestra vida cristiana, sólo necesitamos fijarnos en cómo rezamos.
Quizás no sepamos rezar. Sabemos charlar con nuestros amigos, nuestros compañeros horas y horas. Pero no sabemos hablar, charlar con Dios ni siquiera unos pocos minutos por día.
Cuanto más sencilla y filial es nuestra oración, tanto más gusta a Dios. Dios busca al hombre simple, que habla con Él, como un niño con su padre. La filialidad, actitud fundamental del ser humano ante Dios, es también la actitud en la oración ante Dios.

Queridos hermanos, el gran ejemplo de Cristo, de María, la Virgen orante, y de los Santos quiere desafiarnos y animarnos a una vida de oración más seria, más intensa, más profunda.

Preguntas para la reflexión

1. ¿Elegimos bien el lugar y el momento de la oración y le dedicamos suficiente tiempo?
2. ¿La tomamos en serio como el alimento y la respiración del alma?
3. ¿Nuestra oración es realmente un hablar personal y espontáneamente con Dios?

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