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Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer N° 05 – 15 de febrero de 2007

Los enfermos, predilectos del Señor

Al hablar sobre el sacramento de los enfermos constatamos una realidad: Los católicos poco nos preocupamos religiosamente de nuestros enfermos. Sí nos preocupamos materialmente: llamamos al médico, los llevamos al hospital, etc. Pero al sacerdote, no lo llamamos. Por lo menos mientras el enfermo no esté para morirse todavía. Porque podría morir de susto cuando vea entrar al sacerdote.

Muchos pensamos que al sacerdote se le llama solamente para despedir oficialmente a los moribundos. Y por eso esperamos el último momento, cuando el enfermo ya está inconsciente. Y ya no ve que van a rezar por él.
Así, la necesidad de ayuda religiosa del enfermo consciente, lo pasamos por alto. Y es allí donde se nos adelantan los hermanos separados, que atienden mucho mejor a sus enfermos.

Pienso que en parte esto lo hacemos por ignorancia. Porque no sabemos que la “unción de los enfermos" es como su nombre lo indica – para los enfermos. Para todos los aquejados de alguna enfermedad grave o muy prolongada, pero sin necesidad que estén en peligro de muerte o próximos a la agonía.
El sentido de este sacramento es pedir la fuerza de Dios – su espíritu de fortaleza – tanto para el alma como el cuerpo del enfermo.

En el rito de este sacramento, la Iglesia expresa su fe en que Dios vence no sólo el pecado, sino también sus consecuencias exteriores y físicas. Por eso, es el gran sacramento de la esperanza. Nos exige creer que Cristo posee el poder de alterar el curso de una enfermedad y de hacer milagros.

No obstante lo dicho, el fin principal del sacramento – y el que siempre se produce – es el fin espiritual: el perdón de los pecados, el consuelo y fortalecimiento interior del enfermo.

Este sacramento le ayuda a descubrir el sentido profundo y purificador de su enfermedad:
• a unir sus dolores a la pasión redentora de Jesús;
• a crecer en la confianza y esperanza cristianas.

La salud física es un fin secundario, que también se pide, pero apelando a la libre bondad de Dios.

Él puede concederlo. Y hay que creer en ello. Pero no debe entenderse el sacramento como un rito mágico que obligue a Dios al milagro.

María, con su sentido para el amor personal, nos ayuda a descubrir el valor único e irrepetible que cada ser humano tiene para Dios –y también cada enfermo– por el solo hecho de ser persona e hijo suyo.
En nuestra sociedad moderna, los enfermos son considerados, muchas veces, como un estorbo. Porque dan molestias, roban tiempo y dinero, no producen nada. Hasta entre los propios cristianos se siente algo de esa actitud utilitarista: Son pocos los que quieren dedicarse al apostolado de los enfermos.
Por último, la Sma. Virgen nos muestra, a la luz de la fe, la fuerza salvadora que posee el dolor: como fuerza purificadora, como poder de súplica y redención. Porque con súplicas y dolor – que Ella compartió generosamente – salvó su Hijo al mundo entero.

Los enfermos, precisamente porque sufren –y también porque tienen mucho tiempo para rezar– lejos de ser un estorbo, deberían ser considerados como el tesoro de la Iglesia y de cada familia cristiana, como los hermanos predilectos del Señor.
María sabe que una Iglesia que no se dedique con amor a sus enfermos, no puede ser la Iglesia de Dios, de aquel Dios que venía a anunciar la Buena Nueva a los pobres y a liberar a los oprimidos. Porque Jesús contó siempre entre estos predilectos suyos a los enfermos y a los que sufren.

Que la Mater, desde su Santuario, nos regale la gracia de saber valorar y a amar a nuestros enfermos, así como su Hijo Jesucristo lo hizo.

Preguntas para la reflexión

1. ¿Tengo fe en una curación milagrosa?
2. ¿Cuál es mi actitud ante los enfermos?
3. ¿Conozco en qué consiste el apostolado de los enfermos?

Si desea comentar el texto o dar su testimonio, escriba a: pn.reflexiones@gmail.com