Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer N° 127 - 15 de marzo de 2012
Enseñanos a orar
Jesús rezaba. Con frecuencia sentía deseos de dejar por un momento a aquella muchedumbre interesada, a aquellos discípulos duros de cabeza, para retirarse a un lugar apartado o a una montaña, y allí se quedaba solo delante del Padre.
Para sí mismo no tenía nada que pedir, ni pan, ni perdón, ni protección, ni favores. Pero en su presencia volvía a ser lo que era, se llenaba de paz, escuchaba en lo más hondo de su alma. La conciencia de su filialidad lo llenaba de fuerza y de alegría. Sabía de nuevo que era el Hijo muy amado que el Padre había llenado de sus dones.
Se sentía de nuevo revestido de aquella paciencia infinita, de aquella misericordia incansable del Padre, de aquel amor dinámico y creador. Su oración se desbordaba en palabras de confianza y de cariño: “Padre, yo sé que tú siempre me escuchas. Padre, yo te bendigo. Te doy gracias. Padre, todo lo tuyo es mío...”
Y cuando regresaba, luminoso, radiante, renovado, los apóstoles se preguntaban: “¿De dónde viene? ¿Qué le ha pasado? ¿Quién ha podido transformarlo de ese modo?” Alguien les contaba que había ido a rezar. Y entonces se decían: “¡Ah, si supiéramos orar así! ¡Qué pena que nadie nos haya enseñado a rezar!” Y un día se atrevieron a pedirle: “Señor, enséñanos a orar”.
Y Jesús les enseñó esa oración tan hermosa que es el Padre Nuestro. Es una oración muy parecida a la de Jesús: Santificado sea tu nombre venga a nosotros tu Reino hágase tu voluntad. Pero, a la vez es una oración adaptada a las necesidades de los discípulos: Danos el pan de cada día perdónanos como nosotros perdonamos - no nos dejes caer en tentación.
Más que una oración para rezar, es una oración para meditar. ¿No necesitó Él mismo una noche entera para pronunciar solamente un versículo del Padre Nuestro: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Es una oración que los iría transformando a los apóstoles, modelando por dentro, que los conduciría, a lo largo de su vida, a la misma entrega total que su Señor.
Mediante esta oración, Jesús nos muestra el rostro verdadero del Padre: es tan bueno que resulta incluso un poco débil a los ojos de los superficiales; es tan cariñoso que no sabe negar nada; está tan entregado a nosotros que aparentemente hace uno con él todo lo que quiere.
En el Padre Nuestro, Jesús se pone a atacar nuestro escepticismo y nuestra desconfianza, a sacudir nuestra timidez y a afirmar con todas sus fuerzas que no hay ningún límite para la generosidad divina. Nuestros deseos se ven limitados únicamente por nuestro miedo; nuestras oraciones sólo tienen la frontera de nuestra inconstancia; nuestras realizaciones fracasan solamente por nuestra falta de fe. Jamás hay que buscar en Dios la razón de nuestras fallas.
El único obstáculo para que se nos escuche no es la dificultad de disponer al Padre en nuestro favor, sino que es la dificultad de convencernos a nosotros mismos de que hemos de acudir a Él con fe. La única resistencia que puede oponerse a una oración perseverante, no es la del Padre que se niegue a dar, sino la de nosotros que nos empeñamos en no recibir.
Pero no se trata de que nos hagamos todavía más interesados de lo que ya somos. La única cosa que se puede pedir, la única cosa que Dios puede dar, es Él mismo, su espíritu, su amor.
Tengamos cuidado, por eso, con los dones de Dios: son vivos, sorprendentes, activos, peligrosos para nuestro egoísmo y nuestra pereza. El don de Dios hace dar. El perdón de Dios hace perdonar. El amor de Dios hace amar como Él, hasta la pasión y la cruz.
Recemos el Padre Nuestro con ese mismo espíritu, con el Espíritu de Dios, para que de sus frutos en nosotros, para que sea fecundo en nuestra vida de cristianos.
Tarea
Reflexionar cada frase del Padre Nuestro
Si desea suscribirse, comentar el texto o dar su testimonio, escriba a: pn.reflexiones@gmail.com
Padre Nicolás Schwizer N° 127 - 15 de marzo de 2012
Enseñanos a orar
Jesús rezaba. Con frecuencia sentía deseos de dejar por un momento a aquella muchedumbre interesada, a aquellos discípulos duros de cabeza, para retirarse a un lugar apartado o a una montaña, y allí se quedaba solo delante del Padre.
Para sí mismo no tenía nada que pedir, ni pan, ni perdón, ni protección, ni favores. Pero en su presencia volvía a ser lo que era, se llenaba de paz, escuchaba en lo más hondo de su alma. La conciencia de su filialidad lo llenaba de fuerza y de alegría. Sabía de nuevo que era el Hijo muy amado que el Padre había llenado de sus dones.
Se sentía de nuevo revestido de aquella paciencia infinita, de aquella misericordia incansable del Padre, de aquel amor dinámico y creador. Su oración se desbordaba en palabras de confianza y de cariño: “Padre, yo sé que tú siempre me escuchas. Padre, yo te bendigo. Te doy gracias. Padre, todo lo tuyo es mío...”
Y cuando regresaba, luminoso, radiante, renovado, los apóstoles se preguntaban: “¿De dónde viene? ¿Qué le ha pasado? ¿Quién ha podido transformarlo de ese modo?” Alguien les contaba que había ido a rezar. Y entonces se decían: “¡Ah, si supiéramos orar así! ¡Qué pena que nadie nos haya enseñado a rezar!” Y un día se atrevieron a pedirle: “Señor, enséñanos a orar”.
Y Jesús les enseñó esa oración tan hermosa que es el Padre Nuestro. Es una oración muy parecida a la de Jesús: Santificado sea tu nombre venga a nosotros tu Reino hágase tu voluntad. Pero, a la vez es una oración adaptada a las necesidades de los discípulos: Danos el pan de cada día perdónanos como nosotros perdonamos - no nos dejes caer en tentación.
Más que una oración para rezar, es una oración para meditar. ¿No necesitó Él mismo una noche entera para pronunciar solamente un versículo del Padre Nuestro: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Es una oración que los iría transformando a los apóstoles, modelando por dentro, que los conduciría, a lo largo de su vida, a la misma entrega total que su Señor.
Mediante esta oración, Jesús nos muestra el rostro verdadero del Padre: es tan bueno que resulta incluso un poco débil a los ojos de los superficiales; es tan cariñoso que no sabe negar nada; está tan entregado a nosotros que aparentemente hace uno con él todo lo que quiere.
En el Padre Nuestro, Jesús se pone a atacar nuestro escepticismo y nuestra desconfianza, a sacudir nuestra timidez y a afirmar con todas sus fuerzas que no hay ningún límite para la generosidad divina. Nuestros deseos se ven limitados únicamente por nuestro miedo; nuestras oraciones sólo tienen la frontera de nuestra inconstancia; nuestras realizaciones fracasan solamente por nuestra falta de fe. Jamás hay que buscar en Dios la razón de nuestras fallas.
El único obstáculo para que se nos escuche no es la dificultad de disponer al Padre en nuestro favor, sino que es la dificultad de convencernos a nosotros mismos de que hemos de acudir a Él con fe. La única resistencia que puede oponerse a una oración perseverante, no es la del Padre que se niegue a dar, sino la de nosotros que nos empeñamos en no recibir.
Pero no se trata de que nos hagamos todavía más interesados de lo que ya somos. La única cosa que se puede pedir, la única cosa que Dios puede dar, es Él mismo, su espíritu, su amor.
Tengamos cuidado, por eso, con los dones de Dios: son vivos, sorprendentes, activos, peligrosos para nuestro egoísmo y nuestra pereza. El don de Dios hace dar. El perdón de Dios hace perdonar. El amor de Dios hace amar como Él, hasta la pasión y la cruz.
Recemos el Padre Nuestro con ese mismo espíritu, con el Espíritu de Dios, para que de sus frutos en nosotros, para que sea fecundo en nuestra vida de cristianos.
Tarea
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