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Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer Nº 96 – 01 de diciembre de 2010

El Consejo Evangélico de la pobreza

Nadie puede ser santo si está interiormente esclavizado a bienes terrenos. Es más, según San Agustín lo último y lo más difícil de la santidad es ese amor a la pobreza y la renuncia a los bienes. ¿Y por qué? Porque la codicia y el apego a las cosas materiales son los mejores argumentos del diablo. Una de las heridas que dejó el pecado original en nuestra naturaleza es el impulso desordenado a poseer. Ese impulso irracional hace apegarnos a bienes pasajeros, nos hace creer que es indispensable vivir rodeados de mil comodidades. Nos apega desordenadamente a lo terreno, nos amarra a valores que no son esenciales. San Pablo llama por eso al afán de poseer “la raíz de todos los males” (1 Tim 6,10) y el Eclesiástico dice que “los codiciosos son como perros hambrientos que nunca se sacian”.

¿Cuál es, entonces, el sentido de nuestro espíritu de pobreza? Me parece que el sentido principal es: no atarnos a las cosas, para poder ser libres para Dios y, a la vez, ser libres para los hermanos.

Llenarnos de Dios. El primer sentido de nuestra pobreza es: no llenarnos de las cosas de este mundo, sino llenarnos de Dios, ser libres para Dios, no obstaculizar el paso de Dios por nuestra vida, y por el mundo. Porque nuestra riqueza es Dios y su Reino y por eso no necesitamos otras riquezas. “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de Dios” (Lc 6,20).

Ser pobre es, por eso, ser libre del propio yo. Es ser libre de todas las cadenas o barreras que pone mi egoísmo. El pobre es el hombre capaz de amar. Porque en su corazón hay espacio para Dios y para los demás. Por eso tenemos que romper esas barreras que nos impiden salir de nosotros mismos, de nuestro mundo estrecho. Santidad es desprenderse de sí mismo. Tenemos que romper esas barreras, para poder abrirnos al mundo que nos rodea y para entregarnos a Dios y a los hermanos.

Grados de pobreza. Existen tres grados de pobreza y podemos saber fácilmente dónde nos encontramos y qué pasos nos hacen falta dar para llegar a la altura de este Consejo evangélico.

1. Saber renunciar a lo superfluo. Por un amor sencillo y auténtico a Dios, renunciar voluntariamente a cosas superfluas. Lo superfluo se entiende como aquello que no corresponde a mi estado de vida o mi nivel social.
¿Qué cosas son superfluas para mí? Nadie me responderá a esta pregunta. Sólo yo mismo podré dar la respuesta.

2. Saber renunciar a lo necesario. No se trata de lo necesario para la existencia, sino otra vez de lo que yo creo necesario según mi estado de vida y mi nivel social.
¿Nos sentimos capaces de renunciar a cosas necesarias en ese sentido? Y también aquí, esa actitud tiene que partir de un auténtico amor a Dios y a los demás.

3. Conquistar una actitud de mendigo ante Dios. Soy consciente de mi total dependencia de Dios. Aplicado a la pobreza significa: Mis cosas y mis bienes son propiedad de Dios; Él me los ha prestado. Soy simplemente su administrador.

Pero entonces Él me los puede quitar otra vez. Esta actitud de mendigo es el grado más alto de pobreza: libertad interior frente a todas las cosas materiales. Dios puede hacer conmigo lo que Él quiere. Y yo quiero ser tratado como mendigo.

Preguntas para la reflexión

1. ¿Cómo vivo el Consejo Evangélico de la pobreza?
2. ¿Qué acción concreta realizo por los demás?
3. ¿Me angustia perder algunos bienes materiales?

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