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Reflexiones
Padre Nicolás Schwizer N° 61 – 15 de junio de 2009

La Misa es un banquete

“Yo soy el pan de vida”, nos dice el Señor. El pan es símbolo del alimento esencial. Y Cristo, en la Eucaristía, se nos ofrece como alimento espiritual para la vida eterna. Por eso, la misa es considerada como un banquete. Ya sabemos que Nuestro Señor dijo su primera misa en la última Cena.

El altar, a pesar de sus ornamentos, es fundamentalmente una mesa. Sobre ella, como en un banquete, se ponen unos manteles, pan, agua, vino, una copa, un plato de oro, unas velas y flores. Y el sacerdote y los fieles se saben y sienten invitados a comer una carne que es un verdadero alimento, y a beber una sangre que es auténtica bebida.

En un banquete, como es lógico, se come, se participa, se comulga. La mesa es el lugar por excelencia, en donde se reúne la familia o los amigos. Cuando queremos entablar relaciones con alguna persona, unir más estrechamente a nuestros amigos, celebrar una boda, manifestar nuestro acuerdo, comemos juntos.

También en la misa, el Padre de familia, nuestro Padre Celestial, reúne a todos sus hijos. Y les recuerda que tienen un Padre común que los quiere; que a pesar de que son débiles y pecadores, siguen siendo para Él sus hijos y lo seguirán siendo siempre. Les dice que pueden pasar toda la semana trabajando, gastándose, agotándose, pero que Él los espera cada día para reconfortarlos, para hacerlos unos hombres nuevos, para meter en su corazón todo el amor que ellos necesitan para amar a los demás.

Porque nosotros somos tan pobres, tenemos tan poco amor. Y para amar debidamente a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, a nuestros parientes, a nuestros amigos, para amarlos como ellos lo esperan de nosotros necesitamos nada menos que al mismo Dios, su amor en nuestros corazones, para que podamos dar abasto a todo el amor que se nos pide.

Y para eso el Padre nos invita a que nos sentemos en su mesa, se hace reconocer por nosotros en la fracción del pan. Nos da su pan que es su mismo Hijo con aquel gesto en que tantas veces se da a conocer un padre o una madre, haciendo que sus hijos los amen gracias a esas sabrosas comidas familiares.

Ahora, ¿qué vamos a pensar de uno que se niega a venir, que se aburre en casa de su Padre, que busca excusas para no compartir con Él?
¿Y qué pensar de aquel que después de aceptar su invitación, se niega a comer en la mesa? Y por desgracia, hay muchos que aunque se dignan venir, se niegan a comer. Tal vez no tienen ganas; este pan no les dice nada; no confían en este alimento; durante toda la comida, se van a quedar sentados frente a su plato vacío.

¡Cómo tiembla una buena ama de casa ante semejantes invitados! Hay motivo suficiente para quitarles también el apetito a todos los demás comensales. ¡Qué triste y que lamentable comida sería aquella, en la que buena parte de los convidados se negaran a asociarse a los demás, a comulgar en la alegría y en la amistad de los demás! ¿Quién de nosotros toleraría a personas tan mal educadas?, ¿quién se atrevería a celebrar una fiesta en semejantes condiciones?
La misa fue al principio un auténtico banquete, fraternal y afectuoso, en el que Cristo habló largamente con sus discípulos. Allí, Jesús les ofreció lo mejor que tenía: su propia carne para que nos alimentara, su propia sangre para que pudiéramos obtener una transfusión de su vida.

Y los apóstoles comulgaron todos juntos. ¡Y qué alegría, qué fervor sintieron todos ellos después de su primera comunión! ¿Cuándo nos sentiremos nosotros, al salir de nuestra misa, tan felices, tan renovados, tan fraternales, tan generosos, que nos demos cuenta de que sólo Dios ha podido cambiarnos hasta ese extremo, de que Dios mismo había estado presente entre nosotros y se nos había manifestado, de que habíamos visto al Padre y participado en su propia mesa?

Preguntas para la reflexión
1. ¿Participo con alegría del banquete?
2. ¿He pensado en una misa extradominical?
3. ¿Comulgo en las misas?


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